Repercusiones psicológicas que traen aparejadas a los pacientes.
Cómo se altera su calidad de vida.
Escrito por:
Lic. Cecilia Daireaux
Nunca está de más destacar la importancia funda mental que tiene en la vida de cada uno de nosotros la relación con nuestros semejantes. El hombre es un ser social, y como tal necesita del contacto e intercambio fluido con las personas de su entorno para su bienestar.
Nacemos en un mundo humano, poseemos un espíritu gregario, y en ese sentido nuestras posibilidades de desarrollo biológico, afectivo y emocional se encuentran estrechamente vinculadas al intercambio con el medio que nos rodea desde el primer momento de nuestra vida.
La pertenencia a la comunidad nos define y es parte constitutiva de nuestra identidad. Es por ello que el ostracismo, el destierro, el desprecio público han sido los castigos más lacerantes para quienes debieron padecerlo, y los más temidos por los hombres de todos los tiempos.
Sin llegar a tales extremos, esta idea nos permite adentrarnos en un punto crucial.
Si tenemos en cuenta nuestro ser social, es sencillo percatarse de lo siguiente:
La manera en que los otros nos ven -la percepción que de nosotros tienen-, o más aún, la manera en que creemos y suponemos que nos ven -la percepción que imaginamos tienen de nosotros-, influye directamente en nuestra forma de sentirnos y por supuesto también, en la manera en que nos comportamos.
Veamos cómo sucede en la vida diaria:
• Si damos por sentado que somos agradables, que los demás nos aprecian y aceptan, nos sentimos cómodos, a gusto, y nos desenvolvemos con soltura en el ambiente en que nos toca estar.
• Por el contrario, cuando estamos convencidos que hay algo en nosotros capaz de despertar el rechazo ajeno, las cosas cambian dramáticamente. Nuestra relación con el entorno se vuelve incierta. Aparecen la duda, el temor y la ansiedad. Estamos alertas, susceptibles y buscamos con atención cualquier señal (gesto, palabra, tono de voz, mirada), de parte de los demás capaz de indicar irrefutablemente el rechazo que despertamos en el otro -por supuesto sin poner jamás en duda nuestra interpretación de los hechos-. Planteadas las cosas de esta manera, es indudable que nuestra habilidad para enfrentar situaciones sociales se verá afectada. La confianza en nosotros mismos disminuye. Tememos desagradar.
¿Cómo se relacionan las enfermedades de la piel con lo esbozado?
Es bien sabido por todos nosotros que el aspecto general de una persona es un factor relevante a la hora de entablar contacto con sus semejantes.
Cuando conocemos a alguien, entre otras variables, prestamos atención -quizá casi sin darnos cuenta- a su vestimenta (estilo, pulcritud, formalidad/informalidad, concordancia/discordancia con su edad y nivel social, etc.), y a sus atributos físicos (altura, peso, color y largo del cabello, piel, etc.). A partir de allí realizamos conjeturas o arribamos a conclusiones acerca de quien tenemos frente a nosotros.
La gente incluso con frecuencia juzga por lo que ve, ateniéndose, por lo menos en una primera instancia, a la “impresión” que le causan las cosas, las personas o las situaciones.
Este hecho se encuentra especialmente acentuado en la actualidad, donde es notorio el predominio de la cultura de la imagen, lo que nos lleva en casos extremos al endiosamiento del packaging, del envoltorio.
¿Y entonces, qué pasa con la piel?
La piel, por su parte, es un órgano que está a la vista, es nuestro “envase”. Los pacientes que padecen enfermedades de piel pertenecen a esta cultura, motivo por el cual no son ajenos a la manera de encarar el mundo antes mencionado.
Por este motivo, suelen ser ellos los primeros en realizar juicios negativos acerca de sí mismos y de su aspecto. Su autoestima se pone en juego. La enfermedad excede los límites biológicos para invadir y erosionar otras áreas de la vida de la persona.
Los pacientes con frecuencia modifican innecesariamente
-desde un punto de vista médico- su estilo de vida para adaptarlo a su nuevo estatus: el de sujetos que socialmente se auto- discriminan, como resultado de los efectos psicológicos que tienen sobre ellos este tipo de patologías.
¿Por qué sucede esto?
Porque la percepción que los pacientes tienen acerca de sí mismos cambia. Se modifica en mayor o menor medida en función de la severidad de la enfermedad y de las características propias de su personalidad, pero la mayoría de ellos deben lidiar con sentimientos más o menos acentuados de vergüenza, temor, bronca y ansiedad.
Los pacientes se ven bajo una luz especialmente desagradable. Se sienten “sucios”, “manchados”, “asquerosos”; en fin, estigmatizados. “…..Siempre tenía un fuerte sentimiento de vergüenza y humillación……siempre creí que lo mío podía relacionarse con los que antes padecían lepra, que eran marginados por la sociedad” –de un paciente con psoriasis. “…no dejo que mi hermano se suba a mi cama porque tengo miedo de contagiarlo…”, “…en el colegio me dicen dálmata”, de un niño de 9 años con vitiligo.
La conducta y actitud de los pacientes frente a situaciones antes inofensivas, cambia. Lo que solía ser un simple trámite: darse una ducha en el gimnasio, ponerse un short en verano, una remera o una pollera, ir a la pileta, etc. puede transformarse si no en una pesadilla, por lo menos en una compleja situación plagada de temores y dudas acerca de qué dirán o pensarán los otros.
Más aún, pueden tender a ocultar la enfermedad por temor a provocar rechazo, o incluso llegar a inventar historias “…me raspé, me golpeé, me quemé…” para responder a preguntas que les resultan embarazosas.
Su ámbito de acción se acota.
¿Y después qué?
La enfermedad y su manifestación clínica se vuelve el pivote alrededor del cual gira la casi totalidad de la vida de la persona. La cantidad de granitos, las manchas en la piel o la aparición de eczemas llegan a regular la autoestima y estipulan que la persona se sienta más o menos conforme consigo misma.
El paciente pasa a ser para sí mismo la condición de su piel.
Los pacientes invierten mucho tiempo y dinero en lo que es una idea errada y peligrosa: ellos deben mantener la enfermedad bajo control, deben manejarla por sí mismos.
Cada recaída es vivida entonces como un fracaso personal. Situación sumamente problemática, ya que se trata de enfermedades crónicas (a excepción del acné), que evolucionan con episodios.
El Círculo Vicioso
La carga psicológica y emocional que, tal como estamos viendo, traen aparejadas este tipo de enfermedades es marcada. El estrés incide negativamente agudizando y prolongando los padecimientos clínicos, lo que a su vez, de manera circular, erosiona la estima y los ánimos del paciente.
• Qué proponemos para romper este circuito que resulta tan iatrogénico para el paciente y su familia
El punto de partida radica en la necesidad de enfocar el problema del paciente desde una perspectiva psicodermatológica, lo que implica el trabajo conjunto del médico y del psicólogo.
El profesional médico lleva adelante el tratamiento clínico, mientras el psicólogo trabaja de manera focalizada – terapia breve – con el paciente para fortalecer su estima y modificar actitudes y patrones de conducta que resultan insatisfactorios (algunos de los cuales preexisten a la aparición de la problemática dermatológica propiamente dicha). Se ayuda al paciente a detectar situaciones que le resultan insatisfactorias y a buscar diversas alternativas de conducta.
Se contiene a los pacientes y se trabaja con ellos para cambiar su actitud frente a la problemática que padecen, alivianar la connotación y la carga emocional que posee la enfermedad.
Al mismo tiempo, se le brindan herramientas para enfrentar situaciones sociales y se apunta a ampliar la perspectiva que tienen acerca de sí mismos.
Al encarar el tratamiento con esta modalidad, se observa una disminución de la frecuencia de aparición de los episodios, así como una baja en el tiempo de duración de los mismos.
De esta manera, tal como resulta de nuestra experiencia profesional en esta área y después de haber atendido a gran cantidad de pacientes, la calidad de vida del paciente cambia notablemente.